lunes, 19 de diciembre de 2011

Bla, bla, bla, bla...

Siempre he tenido una extraña fascinación por las personas calladas, gente que sus secretos solo los comparten con ellos mismos. Personas que nunca se pasan por hablar de más y  que no se sienten incómodas con los silencios, personas que simplemente no se esfuerzan por mantener una conversación o que  no sudan la camiseta por intentar hacer pasar un buen rato a los demás. 
Jamás he sido así. Siempre he pecado de hablar de más y nunca me ha gustado, pero llegado el momento soy incapaz de callarme, siempre digo irremediablemente lo que pienso. Es como sino pudiese sujetar las palabras en mi boca y se abriesen a patadas para salir una tras otra. ¿Es un defecto ser tan sumamente transparente? Yo creo que sí, soy carne de cañón. 
Me cuesta mucho enfrentarme al puto silencio. Cuando estoy acompañada  veo imprescindible llenar esos espacios de tiempo con millones de palabras, a pesar de que muchas veces estén totalmente vacías de contenido. Si estando con alguien hay más de un  silencio de treinta segundos, me empiezo a poner nerviosa y a sacar temas de mi chistera de emergencia. Es algo casi compulsivo pero es totalmente real. 
Nos pasamos la vida hablando, hablando y hablando. Hablamos de cosas que haremos, las cuales casi nunca se realizan, de lo que queremos, que casi nunca conseguimos o  hablamos de las cosas  que sentimos, y normalmente nos dejamos en el tintero las importantes. ¡Cuantos viajes habré hecho en cenas con amigas!
Cómo está el tiempo de loco parecía que iba a llover pero al final va a escampar. ¿Cómo llevas los exámenes? Yo creo que me quedan todas. Menudo pedo ayer, tengo un resacón. Me gusta fulanito. He dejado a menganito. Cafés que se alargan y cigarros que no se acaban. 
La cruda realidad, a pesar de que a los bocazas como yo nos pueda doler, es que  los mejores momentos de la vida son en los que no hace falta hablar.  

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